Los cocinas regionales tradicionales son la última barrera defensiva contra la homogeneización del gusto
Hoy podemos comer exactamente lo mismo en Ribadeo que en Totana, en Laredo que en Estepona. Y en Madrid que en Nueva York, Sidney o Londres. Si nos invitaran a una de esas ¿comidas? globalizadas con la condición de llevar los ojos vendados, nunca sabríamos adivinar ni el continente en el que estuviéramos
La oferta se resume en unos pocos productos, lógicamente sin ninguna vinculación con el territorio donde nos hallemos, elaborados con unas técnicas universales, en gran medida, industrializadas, no artesanales. Es el imperio del gusto global, de la uniformidad del paladar. Con un problema añadido: que la necesidad de que estos productos ‘alimenticios’ lleguen a una amplia población en principio muy diversificada induce a las grandes multinacionales de la alimentación a hacer ‘trampas’: adición invasora de azucares, grasas y sal (los tres pecados del cuerpo) y de glutamato monódico sintético, también conocido como el aditivo ‘umami’. El umami es uno de los cinco sabores básicos, junto con con el amargo, dulce, ácido y salado, y se encuentra de forma natural en algunos la carne, en los champiñones y el jamón curado. Ese no es el problema. Lo es el aditivo sintético, que, además, es adictivo y perjudicial para la salud. En conclusión, lo que debería ser una experiencia placentera y saludable (una buena comida) se convierte en una experiencia placentera, si, pero peligrosa.
Y no solo para la salud de los comensales. Esta industria de la homogeneización del gusto a través de la llamada ‘comida informal’ (hablamos de hamburguesas, pizzas, frituras industriales y otros) pone en peligro la supervivencia de productores locales, la fijación de la población al medio rural, la existencia de oficios y pofesiones y, al final, nuestras referencias individuales y colectivas más aglutinadoras en torno a una comunidad.
Precisamente, uno de los aspectos centrales de las cocinas tradicionales regionales es su condición de barrera frente a dinámicas como la globalización y sus efectos de homogenización. El mundo es cada vez más pequeño, los centros de poder se desplazan de los estados a las grandes corporaciones, que imponen a marchas forzadas la uniformidad, preparando a los habitantes de la tierra, sin distinción de origen, para un ‘paladar global, homogéneo, desconectado con el territorio a escala humana.
Pero existe otra dereiva peligrosa, aparentemente muy alejada de los designios de las grandes corporaciones anglosajonas: la de los cocineros ‘hipercreativos’. En palabras de Javier Urroz, decano de los periodistas gastronómicos del País Vasco, «los medios han trasmitido al público una realidad determinada, la de los cocineros galácticos, que sienta las bases del fenómeno de la modernidad forzada. La imagen emitida se desentiende de nuestra memoria gustativa, de nuestra cultura expresada a través de sus platos, de su renovación paulatina. Se les ha visto el plumero». Y continúa: «Nadie previene a un público que no sabe, que no discrimina que lo que realmente se está guisando es el menú del futuro: sin arraigos culturales, sin productos de temporada, sin sabor local… la globalización no puede permitirse esas menudencias». Los nuevos derroteros de la cocina creativa española parecen haber conjurado al menos de momento esta vía de penetración de los riesgos orwellianos en la aimentación.
Movimientos como Slow food, nacido en Italia, kilómetro cero, o el sello con el que los restaurantes franceses pueden identificar en sus cartas la comida de elaboración «casera» son manifestaciones de esa ‘resistencia’ a la homogeneización culinaria y hasta cultural que la globalización dominada por el mundo anglosajón pretende instaurar en todo el planeta.
En su libro la cocina al desnudo’, el malogrado cocinero Santi Santamaría relata una curiosa anécdota. El director de marketing de Burguer King España le envió una carta en 2007 retándole a que cocinara una hamburguesa mejor que su ‘Honey & Mustard Tendercrisp: «Una hamburguesa de pollo única en el mercado, con carne 100% pechuga y una perfecta combinación de productos de la huerta murciana…» (¿). Señores, qué dislate: las virtuosas verduras murcianas trituradas, procesadas, sometidas a mil y una obscenas manipulaciones como reclamo de comida basura! El cocinero catalán, conocido por su escasa pasión por los eufemismos contestó: «La cuestión no es que el pan cruja más o menos, la salsa de miel y mostaza esté más o menos equilibrada y que la carne de pollo esté picada de una manera más o menos fina; la cuestión es que la forma de comer y vivir que difunde Burguer King es incompatible con la forma de vida de la cultura milenaria del Mediterráneo y termina siendo destructiva para la misma». Y terminaba su contestación: «Sepa que, en nombre de la cocina, pienso volcarme cada día más en hacer pedagogía a favor de una alimentación sana, gustosa, respetuosa con el territorio y acorde con nuestras culturas mediterráneas».
Las cocinas regionales tradicionales son la línea ‘Maginot’ (espero que más eficaces que el original) contra la invasión de los bárbaros, y la mejor manera de apuntalarlas es una cerrada defensa de la despensa y una permanente puesta con toneladas de innovación.