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Pachi Larrosa

El Almirez

Cocina y escuela

El problema de la obesidad infantil en la Región solo tiene dos ámbitos donde articular soluciones: la familia y el colegio

img_7130Según datos de Unicef, en 2017 había 821 millones de personas en el mundo que pasaban hambre. Según la Organización Mundial de la salud, un año antes (2016) 30 de cada 100 habitantes del planeta tenían sobrepeso: 2.200 millones de personas. Saquen la cuenta del dislate: vivimos en un mundo con casi tres veces más obesos que hambrientos. Pero hay más datos de esta estadística que por increíble o surrealista que parezca tenemos asumida con toda normalidad. Comer mal abusando de la tríada mortal (sal, grasas y azúcar) mata a 11 millones de personas al año. Es decir bastante más que el tabaco, el cáncer o las enfermedades cardiovasculares.
Es verdad que los países que por tradición y cultura siguen una alimentación cercana a la llamada dieta mediterránea son manifiestamente más saludables, caso de España, que un informe internacional señala como el primer país del mundo (una clasificación en la que influye de manera decisiva también nuestro sistema sanitario, pese a sus disfunciones). Sin embargo, los nuevos modos de vida nos están alejando de este canon. Si bajamos la mirada a nivel regional, el panorama empieza a ser cada vez más preocupante, especialmente en  el caso de la alimentación infantil. Según la última Encuesta Nacional de la Salud, la Región se sitúa a la cabeza de las comunidades autónomas en obesidad infantil. El 25,7% de los murcianos menores de 18 años sufren sobrepeso –la cuarta parte-. La media nacional está en el 18,2%. Naturalmente, estas estadísticas de hoy engordarán (nunca mejor dicho) las de mañana sobre los adultos murcianos cuando estos niños hayan crecido, con el corolario completo de afecciones y enfermedades asociadas al sobrepeso.
Y es que los hábitos alimentarios, es decir, el conjunto de decisiones que tomamos respecto de nuestra alimentación diaria, se conforman en la infancia y su modificación en edad adulta es muy compleja. Según la encuesta aludida, por ejemplo,  el 14% de los menores murcianos no desayunan más que leche o zumo. Aunque lo peor no es esto. Hoy, un niño de ocho o nueve años del primer mundo ya ha consumido más azúcar que sus abuelos en toda su vida. Entre los adultos, si la OMS recomienda un consumo diario no superior a 25 gramos; un español consume de media 111. No estamos hablando del azúcar de la cucharadita del café, que es irrelevante. Estamos hablando de  los azúcares contenidos en los productos elaborados y procesados (en 2017 sus ventas en España crecieron un 5%, el 30% en la última década), en los precocinados, en los refrescos… que sirve, no solo para proporcionar un sabor dulce, sino para aportar texturas, viscosidad o cuerpo a esos productos y, en algunos casos, adicción. El azúcar nos aporta energía de manera muy rápida, por lo que ha sido un factor clave en la evolución del hombre. El problema es que aún mantenemos el condicionamiento genético para apreciar el azúcar. Pero claro, hoy nuestras partidas de caza no discurren precisamente en las estepas el este  o  los bosques de Centroeuropa… sino en los lineales del supermercado de abajo. Es decir, la tormenta perfecta: condicionamiento genético, inactividad física, accesibilidad y, por tanto, insulina sobrante que deriva en grasa y obesidad.
La única manera de protegernos ante este círculo vicioso está en nuestros primeros años de vida y en dos ámbitos: la familia y la escuela. En el hogar cada vez se cocina menos. Cada vez se cocina menos en los hogares españoles, aunque sin llegar al caso de Estados Unidos donde se dedican veinte minutos al día (y entienden por cocinar calentar un plato precocinado). Una vida ajetreada, en muchos casos con los dos adultos trabajando (o aún peor, con ambos en paro: la comida basura es muy barata) y las soluciones rápidas, baratas y fáciles al alcance de la mano dificultan una alimentación a base de productos frescos elaborados en casa. Un estudio de una gran empresa española de alimentación señala que tan solo el 1,90% de los niños españoles nunca consume alimentos ya cocinados o precocinados, mientras que del 98,10% restante, un 15,57% consume este tipo de alimentos siempre (4,49%) o casi siempre (11,08%) y un 59,18% a veces.
Y  la escuela. Mucho se ha avanzado en seguridad alimentaria, aspectos nutricionales, limpieza… en los comedores escolares de la Región, aunque hasta no hace mucho aún había en algunos centros de enseñanza máquinas de bollería industrial. Aún hoy los inspectores de sanidad siguen abriendo expedientes por deficiencias diversas, como cantinas donde se siguen expidiendo alimentos hipercalóricos. Pero no dejan de ser casos aislados. Donde sí tiene la escuela un amplio ámbito donde crecer es en la formación  alimentaria, en la inculcación de hábitos alimentarios saludables. Es poco razonable que nos preocupemos de que los niños aprendan inglés, matemáticas o artes manuales y no de que se adentren en el mundo de la cocina. Porque la mejor manera de apreciar las verduras es saber que no proceden de un plástico que mamá o papá llevan a casa sino de la tierra, y cocinarlos. Pero es que además, podrían aprender inglés, matemáticas o artes manuales mientras cocinan, porque la cocina es un corpus de conocimiento transversal. La historia de la alimentación es la historia de la humanidad, del desarrollo de la economía, las ciencia y la cultura y la cocina podría ser un lúdico vehículo para su transmisión. Sin hablar de otros valores fuera del estricto curriculum como el trabajo en equipo, la asunción de responsabilidades y la creatividad.
No basta con formar ciudadanos inteligentes y críticos, hay que formarlos también con hábitos saludables y la manera más efectiva de hacerlo es desde la escuela. Seguro que, además, con los años, nos ahorraríamos mucho dinero público en asistencia sanitaria.

Sobre el autor

Periodista, crítico gastronómico. Miembro de la Academia de Gastronomía de la Región de Murcia.


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