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Andrea Tovar

Querido millennial

Tu habitación habla de ti (y no dice cosas buenas)

Vía Tumblr (fuente: iononsononessuno)

Vía Tumblr (fuente: iononsononessuno)

 

Siempre he tenido una relación muy estrecha con mis habitaciones, casi de cordón umbilical. De hecho, en algún momento empecé a llamarlas «el útero». Decía «me voy al útero» cuando el mundo me sobrepasaba y sentía la necesidad de ponerme horizontal sobre el colchón. Podía pasar allí hasta dos días (sábado y domingo) y medio (viernes), haciendo muchas cosas y nada en concreto, mientras la mesa se llenaba paulatinamente de envases de yogur, tazas de té con el poso ennegrecido y, en fin, platos llenos de migas o restos de salsas pegadas. Era una maravilla. Creo que cualquier persona de entre 18 y 30 años sabrá de qué hablo. Los menores se quejarán porque aún no han podido hacer tal cosa por los pesados de sus padres, y los mayores se alarmarán porque… en fin, porque les da asco vivir así. Por eso no dejan que sus hijos lo hagan.

Había un reality show en MTV que consistía en elegir cita con un vistazo a las habitaciones de tres candidatos barra as. Yo siempre pensaba que para mí estaría chupado ganar ese concurso. Porque las decoro mucho. Luego lo mismo me conocían y se arrepentían, pero de primeras me elegirían seguro.

Cuando digo habitaciones, en plural, me refiero a nueve. Han sido nueve habitaciones, cada una con su armario, menos una. En todas ellas he procurado hacer un nido, aunque fuera temporal, así que se han convertido en un microcosmos de mi vida.

De manera que la primera reacción que surge en mí cuando algo ocurre en el exterior es modificarlo en el interior, a través de la correspondiente simbología. Por ejemplo, si tú y yo nos peleamos a muerte, yo corro hacia casa y quito nuestras fotos de las paredes.

Sin embargo, nunca las tiro. No las rompo, no las quemo, no las lanzo por la ventana. Lo que hago es guardarlas en cajas. Cajas de pasado que llenan mis habitaciones. Nueve habitaciones que ahora mismo se contienen en una. Como las matrioshkas.

Pensaba yo que tenía una relación enfermiza con mi espacio, pero qué va. Resulta que el lugar que habitamos está en estrecha conexión con nuestra psique. Ya lo avanzaba el sabio Lao Tse, que buscaba sin descanso el orden natural de las cosas e interrelacionaba estos dos conceptos: la persona y el espacio que ocupa. Sin embargo, él hacía hincapié en otra cosa: el vacío.

¿Vacío? Corro hacia el armario –en este post todo lo voy a hacer corriendo- y me cae encima una avalancha de prendas, como en los dibujos animados. Y muero. Aplastada por el pasado. Al fin y al cabo, el presente son dos o tres cosillas que suelo usar, el resto ni lo veo. No hay vacío. ¡No hay espacio para que pase nada nuevo!

El feng shui me aconseja que vacíe, limpie y ordene. Y Marie Kondo (si lo dices rápido suena a Maricóndo), lo mismo. Que una casa ordenada es el primer paso hacia la felicidad.

Me pongo con ello. Con la esquizofrenia de la OCA (Operación Cambio de Armario) en la que todos estamos viviendo últimamente. Que como el calor se ha retrasado un par de meses –nada más, no es alarmante, no. En Murcia nos achicharraremos vivos antes de 2020-, la hemos ido procrastinando –que es un palabro nuevo que todo el mundo debería incorporar a su vocabulario-. Del tipo que podías ir al banco en octubre y te atendía una mujer en caja en triquini. Sí. Esto pasaba.

Pues bien, ahí estoy yo con mi armario. Y es un caos. Es lo contrario del orden, está en el otro lado del plano semántico, del campo de las connotaciones. Me encuentro con la blusa del primer beso, el polar de la excursión al monte en la que derrapé y me hice una herida en la rodilla, el vestido de la graduación (del colegio). Todo junto, hecho un revoltillo. Y claro, me doy cuenta de que no hay forma humana de tener la psique sana con ese armario de mierda.

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La avalancha de prendas que me ha sepultado al principio, con el triste resultado de mi muerte por aplastamiento, ahora se encuentra esparcida en el suelo. Pongo mi lista de Spotify y paso las cuatro horas siguientes haciendo esta distinción:

  • – Prendas que me han hecho muy feliz en algún momento y que no tengo el coraje –ni las ganas- de tirar o regalar. A esto lo llamo «las pepitas de oro del pasado», y me acuerdo de cosas y personas y sonrío y pienso que tengo mucha suerte de estar viva.
  • – Prendas que no me hacen feliz, sean de un pasado remoto o reciente. Me doy cuenta de que pueden clasificarse en dos grupos:
    •     · Las que se han gastado con el uso, me han cansado;
    •     · y las que compré casi por obligación, para un trabajo o un evento o algo que no tenía nada que ver con quien soy.

 

Las primeras las guardo en una caja de pasado, para revisitarlas en un tiempo a ver qué me dicen. Las segundas las aparto para donarlas, como estoy haciendo, en general, con todo lo que no me representa.

  • – Prendas que me hacen mega feliz. Aquí hay, de nuevo, dos subtipos:
    •     · Las más recientes. Estos son los flashazos típicos.
    •     · Las que me flipan desde siempre. Imprescindibles.

 

A veces los del primer subtipo pasan a ser del segundo, imprescindibles, y otras –la mayoría de veces- se caen por el camino.

¿Te has dado cuenta de que las personas y los proyectos de tu entorno responden a una de estas categorías? Buscamos y elegimos esperando que todo sea un «imprescindible», y con esa etiqueta lo mantenemos en la habitación, en el armario. En nuestra vida. El resultado final es que no desechamos: vivimos con ese lío encima. El espacio vital, entendido como el conjunto de circunstancias que determinan el comportamiento de un individuo en un momento determinado, está muy en conexión con el espacio físico. O sea: si tu espacio personal –tu habitación- es una leonera de datos obsoletos, personas nocivas y objetos inútiles, ocurrirán tres cosas: de primeras, que no tendrás vacío para albergar datos, personas y objetos frescos y apetecibles; que además, interferirán en tu percepción de plenitud, haciendo bulto inmerecidamente; y por último, que taparán y esconderán lo que de verdad de gusta, te apetece, te hace feliz.

Ahora echa un vistazo a tu cuarto, y dime: ¿qué piensa de ti? ¿Piensas tú en él? Porque él piensa por ti. Y habla de ti también. Y no siempre dice cosas buenas.

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Sobre el autor

Los millennials entramos en la treintena. www.andreatovar.org


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