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Andrea Tovar

Querido millennial

El Camino (una metáfora de la vida y la muerte). Parte I

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La misa del Peregrino está a rebosar de gente. Los hay que han llegado dos horas antes para pillar sitio en las primeras filas. Algunos de ellos –un portugués maduro- juntan las manos en posición de oración, enfebrecidos con las palabras del sacerdote. Otros –una taiwanesa joven- cabecean cada tanto, consultan el Whatsapp. Los hippies de rastas –una pareja de australianos rubios- sonríen mirando alrededor con verdadera curiosidad.

El factor común son las chanclas para airear los pies. Santiago es la ciudad con más cojos temporales del mundo. Caminamos como Quasimodo por Notre Dame en busca de Esmeralda. O de algo.

—Déjenme preguntarles una cosa —se oye al cura a través del sistema de altavoces—: ¿Por qué están ustedes aquí hoy?

El párroco dice lo mismo que el posadero del primer día, en Pontevedra. Después de hacer el check-in a lo San Pedro en las puertas del Cielo, salió conmigo a fumar para pegar la hebra un rato.

—Cada uno tiene sus motivos para hacer el Camino. Pero no conozco a nadie que se haya arrepentido.

Pienso en mis motivos por primera vez de forma consciente. Yo quería –intuyo- comprender por fin la verdadera dimensión del tiempo y del espacio.

Lo comprobé en la primera etapa, con el desagrado creciente hacia los vehículos que pasaban zumbando a los lados asfaltados del Camino. Ellos llegaban en un pispás. No valoraban el trayecto porque lo tenían muy fácil. Coches, teléfonos móviles, ordenadores; una velocidad insoportable. Ahora todo eso había quedado en otro lugar, a muchos kilómetros, y lo único que poseía yo era el peso en la espalda: cuatro camisetas y un par de mallas que parecían multiplicarse y tener hijitos textiles a cada rato.

El peso de la vida.

De eso habla el cura ahora. De la «mochila de la vida». Así le llama.

—Para venir, lo primero que habéis decidido es qué merece la pena llevar, qué es lo verdaderamente imprescindible. Día a día cargamos con obligaciones, con penas y alegrías, con preocupaciones. Todo eso va en la mochila de la vida.

El peregrino recorre, pasito a pasito, un itinerario verde y frondoso con su vida a cuestas. Comprueba que los tobillos no están fortalecidos como antaño solía tenerlos el hombre primitivo, y en cuanto descansa acusa los dolores que asedian diferentes puntos de la mitad inferior del cuerpo. Ese fue mi segundo hallazgo: mientras que en la pierna izquierda me dolía la parte frontal, en la derecha subían calambres laterales hasta la cadera. No conozco mi propia pisada.

Quiero decir que soy consciente de cuál es mi tipo sanguíneo, del número de mi coeficiente intelectual. Sé, incluso, que durante los últimos tres años Saturno ha imperado en mi signo del zodiaco y por eso han sido años de mierda en algunos aspectos. Aprendí los elementos de la tabla periódica en una cancioncilla y ya no se me olvidan. Pero no sé cuál es mi propia pisada. Y no tengo ni idea de lo que supone, en horas y pasos, recorrer treinta kilómetros.

Entiendo algo más sobre fortaleza en la tercera etapa. Cuando el músculo se calienta es más fácil seguir activo. Los parones son terribles. Cualquier camastro es bueno si el cansancio es genuino. La vida de siempre: trabajar la tierra que te da de comer. El canto de los pajaritos por la noche. Sarpullidos por ortigas al ir a orinar furtivamente entre las matas –dar gracias a Dios por que haya rozado la pierna y no otro sitio más delicado-, picaduras radiactivas de dudosos mosquitos que duran días y te despiertan, rabiosas, por la noche. Prepararse para las cuestas arriba con algo de motivación interior, vislumbrar la llegada pero no demasiado, porque entonces se pierde de vista este socavón del camino y un traspiés sería nefasto.

Encontramos a un niño que se había torcido el tobillo y nos prestamos a llevarle la mochila o a él, directamente, en brazos, como si fuera un ternero. La madre se negó, no hacía falta, pero tomó nuestros móviles. En el Camino, la gente se saluda con un lenguaje secreto: «Buen Camino». Es algo más que decir «buenos días». Implica el deseo de que la carga del otro se aligere, el cuerpo aguante y, de paso, que se revelen las bondades profundas del misterio de estar vivo, de ir caminando hacia alguna parte y hacia la muerte al mismo tiempo.

La Iluminación es ese rayo que se cuela, curioso, entre las ramas abrazadas de los árboles. En la umbría provisional hay matorrales, plantas y flores que reciben un fogonazo de luz solar, y brillan. Tienen pequeños diamantitos y están ahí, esperando a que dejes de mirarte la punta de los pies para contemplarlas. Es solo un trecho, los secretos no se revelan continuamente, aunque siempre aguardan a ser descubiertos por un ojo atento y un corazón sereno. Apaciguar las olas internas para respirar, por fin, aire puro, y no desear más la meta. El objetivo está en el  tramo que recorres.

El valor purificador del dolor. Lo único que nos humaniza de veras.

Por qué estáis aquí hoy.

Qué hago yo sentada en mitad de toda esta gente que ha venido expresamente a este lugar. Cada uno con su motivo a cuestas y muy dentro, pero todos en el mismo sitio, al final.

—Por favor, que solo comulguen los católicos que estén en la gracia del Señor. Y que lo hagan delante del sacerdote, en el acto. Only the catholics who are in the grace of God can take the communion, and they shall do it immediately in front of the priest…

Please fasten your seat belt… Por favor, deposite los objetos metálicos en las taquillas de la entrada… Si desea hablar con el Señor, pulse «uno». Para acceder al Servicio de Atención al Peregrino, pulse «dos».

Una chica susurra a su amiga «¿tú eres religiosa?». Ella hace el gesto con la mano, así así. Esto no va de fe, no solo, y no solo de ese tipo de fe.

Y aquí estamos, con Dios dentro, que se ha colado a través de la grava del Camino o de una planta cualquiera con diamantitos que nos haya sorprendido en la travesía.

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Sobre el autor

Los millennials entramos en la treintena. www.andreatovar.org


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