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Andrea Tovar

Querido millennial

El Camino (una metáfora de la vida y la muerte). Parte II

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Reconozco que soy adicta a los finales. No a los abandonos, sino a los cierres de etapa. Creo que son lo más parecido a los in memoriam, que la sociedad se empeña en realizar una vez muerto el objeto de homenaje. ¿Para qué quiero triunfar post mortem? Yo quiero escuchar las cosas ahora, decirlas ahora, sentirlas ahora. Después será muy tarde.

Por eso, cuando el sacerdote se despide de los peregrinos en doce idiomas diferentes sin menear el botafumeiro –gran decepción, mi acompañante me había avisado de que, si se soltaba, podía cargarse a alguien- y una chica rompe a llorar desconsoladamente, no puedo evitar acercarme para beber de sus lágrimas. Se me empañan los ojos. Soy una voyeur, una voyeur de la emoción ajena. Puedo sentir lo que ella: «después de todo el esfuerzo, de pensar que no podría hacerlo, fíjate. Lo he conseguido. Y ahora se ha acabado».

La fascinación que me embargaba de pequeña ante la transformación instantánea de los participantes de Lluvia de Estrellas –no sabía que eso se grababa, pasé gran parte de mi infancia tratando de cambiarme de ropa en dos segundos- es algo parecido: el triunfo, el resurgir del ave fénix, la cima de la montaña, la Catedral de Santiago, los brillantes, el glitter, los leones apareándose, el sol que se alza y se pone en el cielo. El ciclo de la vida. Se abre, muta, se cierra.

Mientras me seco los chorretes con discreción, me viene a la mente la placa conmemorativa que descansaba en un árbol a cuatro kilómetros de la catedral de Santiago, con la foto de un señor con apellido impronunciable, oriundo de Sudáfrica. Un peregrino que no pudo conseguirlo. Al toparme con aquella cruz compostelana me recorrió un escalofrío de cabeza a pies, y eso que los pies iban ya calentitos. Pensé «esto que hacemos es algo serio. Hay gente que se muere por el Camino».

Para hablar con el Servicio de Atención al Peregrino, pulse «dos»…

No pudo el sudafricano llegar a la iglesia. Por qué poco. Y cómo le entiendo cuando abrocho el cinturón de seguridad del avión.

Please fasten your seat belt…

Siempre que viajo en Ryanair me despido de la vida. Los asientos están recubiertos con bolsas de basura amarillas, el fuselaje tiembla en el aire como una veleta de hojalata. Mi acompañante, en el viaje de ida, susurró:

—Vaya, ese motor suena demasiado. Qué raro.

Acto seguido se quedó dormido, con la boca abierta, apoyado en la ventanilla. Yo me agarré bien fuerte a los reposabrazos, como si eso sirviera para algo, mientras miraba de reojo a la chica al otro lado, que hiperventilaba, y a los muñequitos de los dibujos explicativos sobre prevenciones inútiles: todos sonreían muy tranquilos, drogados por el oxígeno de la mascarilla.

«No es mi momento de morir, joder», pienso. Tenía tantas cosas por hacer.

Pensar en la muerte a menudo tiene sus cosas buenas. Cuando no te fascina el tema en plan fetiche, quiero decir. El grado de acojone que te causa es un medidor estupendo para entender qué tal lo estás haciendo en esta vida. Ha habido momentos en que no me habría importado morirme, tal era la felicidad o infelicidad. En otros –como este- me aferro al asiento de Ryanair. Todavía debo publicar una buena novela.

Si desea hablar con el Señor, pulse «uno».

Señor, por favor. Apóstol Santiago. Peregrino sudafricano. Dejad que viva un poco más.Por favor. Solo hasta que haga algo relevante en este mundo.

Justo cuando están a punto de cerrar puertas entra un último pasajero. Se oye un revuelo generalizado y mi acompañante me pega un codazo en las costillas.

—Mira, Rajoy.

¿Rajoy? ¿Rajoy, Rajoy? ¿Ex cabecilla de la casa de los Lannister, reubicado en un registro de Santa Pola?

Efectivi-wonder. Los pasajeros-peregrinos contemplamos su calvorota desde la cola del avión. Este no ha tenido que pillar sitio dos horas antes. Llega el último y se sienta en primera fila.

Despegamos. Yo respiro profundo, porque si Rajoy va en el vuelo quiere decir que no vamos a morir. Los pilotos se emplearán a fondo para llegar a buen puerto. De hecho, no paran de explicarnos qué zonas sobrevolamos –ahora Salamanca, ahora Madrid, entraremos pronto en Castilla La Mancha… ¿desde cuándo dan esa información a los plebeyos del low cost?-, nos piden perdón por el retraso, nos dan las gracias por haber elegido su compañía, por ser tan agradables y guapos, tan buenos ex presidentes del gobierno, tal y cual.

Aunque… ¿es que acaso no suceden desgracias a gente importante? Repaso mentalmente cuánta gente ha muerto en un avión. La princesa Leia, hace poco. Melendi no, pero la lió parda.

Tranquila. Respira. Mira a los dibujitos cómo sonríen caminito hacia la muerte. ¿No decías que te encantaban los finales?

Me conformo definitivamente pensando que, si nos estrellamos, moriré yo –vale, okay-, pero también Rajoy. Y eso saldrá en todas las noticias, como es obvio. Aunque no me dará tiempo a publicar este artículo relatando un viaje con una celebrity, no correré la misma suerte que Sabina Urraca con Marichalar; quizá salte a la fama. A la póstuma, la de los grandes artistas, esa que me jode un poco pero menos da una piedra. Quizá la gente relea cada palabra de este blog y lloren reserven alguna lágrima para esta mente revoltosa.

O quizá la muerte de Rajoy eclipse por completo la mía.

Miro su cráneo pelado con los párpados guiñados cuando el avión desciende. El aterrizaje ha sido suave, dedicado a Mariano. De pronto, esto parece un concierto de pop comercial: pantallas y flashes, gente que activa los datos con motores encendidos todavía. Qué más da si nos matamos. Lo importante es que vamos con una celebrity. Un par de selfies con los fans y el taxi le espera fuera.

El poder igualador de la muerte. ¡Ni siquiera eso! Pero hay que vivir para contarlo.

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Sobre el autor

Los millennials entramos en la treintena. www.andreatovar.org


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