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Lola Gracia

Vivir en el filo

Besos que alimentan

 



Seguro que tenéis en la mente más de un beso. En vuestra cabeza aparecen con todo lujo de detalles el lugar, los olores que lo acompañaban, el ruido que rodeaba aquel momento; la temperatura corporal; quizá el rubor, la sudoración excesiva y la adrenalina –como un rayo– que atravesaba vuestras venas. Rápido, un pitillo. Rápido, aire fresco. Los besos son una bomba de relojería. De efectos imprevisibles. Besos en los bares, en coches, sobre una moto, en un taxi, en barco, en hoteles, en el umbral de una casa. Besos en la calle,  bajo la luna, besos campestres,  en los ascensores, sobre la arena de la playa, bajo el portalón de alguna iglesia…

Hay muchos primeros besos ¿Por qué quedarse sólo con uno? Todos son importantes porque abren la puerta a una relación con otra persona. Todas nos enriquecen.  Podría contaros las calorías que quemamos al besarnos; los efectos que tienen sobre nuestra autoestima; la liberación de dopamina y deoxitocina  que generan bienestar; que nos engancha incluso al sabor, a la saliva, al roce de esos labios y esa lengua ajenas. Podría hacerlo, pero todo eso sería demasiado intelectual.

Os podría narrar que ya en el 1.000 A.C el poema épico Mahabharata reproduce escenas de personas que unen sus labios en señal de afecto. Que el “que se besen” con el que torturamos a los recién casados, procede de los romanos, que ya utilizaban esta demostración pública para sellar una unión. Os podría recordar el uso del beso mágico al que recurrían Shakespeare (los riesgos de besar a la persona equivocada que nos conducirán indefectiblemente al desastre) y que recuperarían de forma magistral los Hermanos Grimm para que Blancanieves despertase del sueño de la muerte o para que la rana se tornase en  príncipe. Incluso podría realizar un paralelismo entre el beso y la mordedura del vampiro. Porque, sí, es verdad, los besos tienen algo vampírico. Un poco de nuestra alma se escapa por la boca. Con un buen beso podemos meternos en el bolsillo a ese guapísimo al que echamos el ojo (y luego el diente). De nuevo, sería demasiado intelectual.

Es bonito recorrer el mundo del arte en busca de besos que merezcan la pena. Hay muchos. Desde las lesbianas de Toulousse-Lautrec, al que nos muestra Edison en la película de 1896 “The kiss”; De las esculturas inigualables de Camille Claudel y su novio-amante, Rodin, al friki de Hans Baldung; ¿Qué decir de Hércules y Onfale de François Boucher? Un cuadro lascivo, con tocamiento incluido. ¿Qué decir del precioso homenaje que hace Cinema Paradiso a los besos del celuloide? Nada que añadir y, aún así, toda esta singladura es demasiado intelectual.

Hay frases que esclarecedoras acerca del arte de besar: “Un mundo nace cuando dos se besan” (Octavio Paz); “Un beso es como el agua, no se le niega a nadie.”(Anthony Padilla). Asimismo, el beso es un termómetro infalible. Un intercambio eficaz de feromonas para saber ipso-facto el grado de compatibilidad sexual con el otro. No falla. Como escribió el periodista alemán Robert Lempcke: “Un beso es una encuesta en la planta alta para saber si la planta baja está libre.”
El beso nos sorbe el seso por cientos de motivos que me niego a enumerar.  Me quedo con la frase de mi amigo Antonio Rentero: “Los besos no se piden, se roban” y con la imagen de mi padre dando de comer a una cavernera directamente de su boca. Los buenos besos son así: nos alimentan. Hay algo tierno y primitivo en ellos. Pero sobre todo, los buenos besos nos hacen sentir de puta madre.

Temas

Relaciones, amor, vida. Lo que de verdad importa

Sobre el autor

Periodista por la Universidad Complutense de Madrid, escritora y gestora cultural. Investigadora de las relaciones humanas. Máster en sexología por la Universidad de Alcalá de Henares. Desarrollo trabajos como directora de comunicación


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