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Lola Gracia

Vivir en el filo

Hasta los ovarios

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Le amó. No lo duda. Hubo muchos momentos de pasión y ternura antes de llegar a esto. Melania recuerda cuando le conoció. No le deslumbró su fama, ni su riqueza. Simplemente la hacía reír. Donald, con ese nombre ridículo y su ridículo flequillo, le llegó a gustar sinceramente. Le encantó aquel detalle de traer a sus padres, por sorpresa, en su jet privado para celebrar un año de relación. Después vendría la boda con la visita ilustre de Hillary y Bill y los innumerables actos con celebs y el halo perfumado de la respetabilidad.

Melania se sentía en el centro del mundo y daba por concluida su tarea, los sueños de grandeza que fraguó en la pequeña habitación del hogar familiar, allá en Novo Mesto. Daba por buenos los sacrificios. Los trabajos de extranjis cuando llegó a Estados Unidos con una visa de turista. Los posados ligerita de ropa. Las miradas libidinosas de tanto viejo verde como pulula en el submundo de la moda. Porque antes de Vanity Fair y Playboy hubo muchos otras portadas de extraperlo. Melania era joven, ambiciosa, morena. Mostraba su desnudez despreocupada en cuartos de tres al cuarto. 20.000 dólares era una cifra suficiente para la supervivencia al principio de los tiempos.

Cuando llegó Donald ella ya desfilaba en la Semana de la Moda de Nueva York. Lo peor había pasado. Nada quedaba de los trabajos cutres para gente cutre. Él le gustó, sinceramente. Apenas tuvo que conquistarla. Se rindió sin complicaciones. El camino era diáfano y claro entre ellos. En el fondo ambos procedían de familias emigrantes y luchadoras aunque a ella nadie le entregó un millón de dólares para coronar su sueño de súper modelo. Apenas heredó buenos genes y la inteligencia y osadía de los países del Este.

Tras años de lucha, Melania se había aburrido. Estaba harta del bronceado naranja de su marido, de sus escarceos con scorts, de sus constantes y veladas humillaciones. Siempre sería la arrimada, la pobretona de la pareja. La que estaba allí compartiendo el despacho oval por guapa, por sus medidas.

Melania podía tolerar las putas, la vejez y la solitaria vida que llevaba —primero como nueva rica y después como primera dama— pero estaba hasta los ovarios de sus desplantes de su constante falta de tacto y cortesía. Detestaba fingir ante todo el mundo.

La admiración y simpatía que sintió por el ridículo Donald con su ridículo flequillo se trocó en resentimiento feroz. Todo en él le irritaba sobremanera. Y las cámaras de televisión lo captaban. Ahí estaba, la eterna mala leche indisimulable. Jodida, asqueada, con la mueca del vómito en su rostro. Los americanos salían en tropel a defenderla: Liberad a Melania. Pero ella no era un delfín en cautividad. Tal vez un pozo de aburrimiento y amargura.

Se alineaba junto a aquellas que han decidido abandonar el rol de cuidadoras de hombres que no les llegan ni a la altura de los talones. Barrigones o fumadores empedernidos, o borrachos, o mujeriegos, o calvos, o sempiternos hijos de puta insatisfechos que hacían de sus vidas un infierno. Melania había clavado sus ojos en otros objetivos. Como esas otras mujeres de su generación. Había otros hombres. Hombres jóvenes y bellos y que darían su brazo derecho por tomarse una copa con ella. Y ya no lo podía evitar. Y no lo quería evitar. Donald se le antojaba un estorbo molesto para la nueva vida que vislumbraba para ella.

Noche tras noche, soñaba que cocinaba el postre típico de su Eslovenia natal. Sacaba la “potica” del horno y se la metía a Trump por el culo.

 

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Temas

Relaciones, amor, vida. Lo que de verdad importa

Sobre el autor

Periodista por la Universidad Complutense de Madrid, escritora y gestora cultural. Investigadora de las relaciones humanas. Máster en sexología por la Universidad de Alcalá de Henares. Desarrollo trabajos como directora de comunicación


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