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Lola Gracia

Vivir en el filo

Límites calientes

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Lo confieso. Me halaga que me entre un chaval de 20 años y me diga que le doy mucho morbo y que le gustaría, ejem, tener sexo conmigo. No me ofende. No me enfada. ¿Esto puede considerarse acoso? Desde luego que no. No a mis ojos. Me puede divertir que hombres con pareja hechos y derechos me expliquen mirándome a los ojos y sin asombro de vergüenza que hay hombres y mujeres que sólo quedan para acostarse. Yo ni pestañeo. Sonrío y contesto: pues ese rollo no me va. ¿Estoy inmunizada ante los lances atrevidos? No lo creo. Es más, me divierten. Me causa simpatía dar esa impresión de ser tan accesible, incluso fácil, aunque, no lo sea en absoluto. A veces callo, observo, espero pacientemente cuán lejos pueden llegar las proposiciones. Porque en el fondo todo es cuestión de límites.

¿Es en verdad el hombre ese depredador sexual de libido desatada? ¿Qué ha pasado hasta ahora? ¿Hemos consentido determinados comportamientos porque “ya sabes, son hombres no dan para más”? ¿Acaso no ha existido connivencia por parte de algunas mujeres para dar cabida a estas situaciones? ¿Soy una mala mujer y poco solidaria por decir esto en voz alta y ponerlo negro sobre blanco? No creo. No a mis ojos.

Cuando en los años 40 las actrices de Hollywood buscaban ser adoptadas por una productora ¿estaban dispuestas a todo? La respuesta es sí. O casi siempre sí. La mayoría de ellas procedían de mundos terribles. Rita Hayworth, sin ir más lejos, sufrió abusos sexuales por parte de su padre ¿Qué Harry Cohn le magreaba el culo de cuando en cuando? Pongo la mano en el fuego. Lo que ha declarado esta semana Brigitte Bardot acerca de que muchas han calentado a los productores para que les den un papel no es ninguna tontería. Es verdad aplastante. Sin entrar a juzgar moralidades, hay personas que se juegan lo que sea en pos del éxito. ¿Acaso no lo harán hoy día también muchos hombres atractivos? Me apuesto el cuello.

El terrible peaje a pagar por tantas mujeres y hombres que han perseguido el estrellato era en algunos contextos algo consabido. En otros, tolerado a regañadientes. Ahora todas han decidido hablar y me parece legítimo, pero en ese juego perverso han estado inmersas/os durante décadas.

Es injusto, es deleznable, pero del mismo modo que algunos hombres prueban a ver hasta dónde pueden llegar con proposiciones verbales (si cuela, cuela); las personas que ostentan puestos de poder también prueban. ¿Dónde tendrá el límite fulanita?. En algunos casos, imagino, que se pierde el sentido de la realidad, tal y como le ha ocurrido a Harvey Weinstein. Presentarte en bata, desnudo, en la habitación de hotel de una de tus actrices ya oscarizadas es mear fuera de tiesto. Si era su práctica habitual pedir un piquito, un masaje u otras demandas, eso se enmarca en un contexto de tolerancia generalizada a este tipo de comportamientos. Ni disculpo, ni acepto. Imagino que a muchas no les quedaba más remedio y que a otras les daría casi igual y no verían mayor problema.

A este respecto hay otro particular. El peligro de realizar juicios mediáticos y erradicarla presunción de inocencia siempre y en todos los caso de denuncias por acoso. Lo proclamaba también en voz alta mi admirada Margaret Atwood “¿Soy por eso una mala feminista? No lo creo, no a mis ojos.

Todo es cuestión de límites Tenemos derecho al honor, a la intimidad y la propia imagen. Todos somos inocentes salvo que se demuestre lo contrario pero ¿Quién establece el límite entre las denuncias públicas y la calumnia?

Temas

Relaciones, amor, vida. Lo que de verdad importa

Sobre el autor

Periodista por la Universidad Complutense de Madrid, escritora y gestora cultural. Investigadora de las relaciones humanas. Máster en sexología por la Universidad de Alcalá de Henares. Desarrollo trabajos como directora de comunicación


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