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Lola Gracia

Vivir en el filo

El dolor de los demás

 

No hay título mejor para el último libro de Miguel Ángel Hernández y para este artículo. Querido Mhan, no me he leído tu libro. Prometo hacerlo. Sólo el título es ya sobresaliente.

En los últimos días he apreciado ese dolor en ojos ajenos. Lágrimas, rostros de preocupación. La ausencia del que se va sin avisar.

Juan se ha marchado esta semana. Se echó la siesta y ya no despertó y aunque ya no es mi suegro oficialmente creo que jamás nadie ocupará su lugar. Porque, con sus cosas — cada cual tiene las suyas– siempre fue una persona justa, cabal, responsable. Quizá demasiado justa, cabal y responsable. Con sus opiniones que guardaba para sí y sus consejos que jamás ofrecía, en un ejercicio de prudencia inusual en estos días donde todo el mundo opina de todo y, muchas veces, sin tener idea de nada.

Vi las lágrimas de mi hijo, su nieto y del que fue mi marido. Y sentí ese dolor de los demás que a mi ya me cuesta experimentar y sobre todo exteriorizar. Y, sin embargo, cada sensación es más intensa con la edad, pero es una intensidad que llega con silenciador.

Ante el dolor: el propio y el ajeno, siempre reacciono igual. Nada cambia en la superficie. Si tengo que ir al gimnasio, voy; si he quedado con alguien, no anulo la cita. Aunque esté rota por dentro no altero nada del exterior. Y ante el dolor ajeno permanezco entera. Como en las situaciones de emergencia. Cuando todos se agitan y corren yo observo, analizo y tomo decisiones. Me hace perfecta para liderar cualquier evacuación.

¿Los años me han convertido en una persona fría? No lo creo. Las pérdidas y las derrotas hacen mella en mi persona, como le ocurriría a cualquier otro pero quizá he aprendido a gestionar y relativizar lo que sucede alrededor. Después del pronto –que lo tengo y además terrible– mi mente pasa a otra cosa.

Si uno se responsabiliza de todo lo bueno y malo que le sucede, de pronto, asume un poder que pocos sospechan. Como yo soy responsable, yo tengo el poder de cambiar las cosas y de decidir si un suceso me tumba o sigo adelante. El dolor puede seguir ahí durante meses, años incluso, pero abres los ojos. Miras alrededor, dejas del hundirte en la auto compasión y descubres las cantidad de hechos maravillosos que nos regala el día a día.

Nos empeñamos en vivir mirando en una sola dirección con unas fabulosas orejeras de burro y nos centramos en sólo una cosa, obviando el resto. Error. Incluso en la muerte hay belleza. Incluso en el adiós hay bondad y amor.

Marcharse como lo hizo Juan: sin hacer ruido, durmiendo, con lo que le gustaba dormir, fue quizá uno de sus últimos regalos a todo los que le conocíamos y, sobre todo, a sus más allegados. Un gesto de generosidad increíble. Una sencillez que añoro porque nos rodean hechos grandilocuentes y personas dramáticas de muchas palabras y vidas vacías.

A veces, en el silencio, encuentras el mayor homenaje. Y En la humildad de una adiós sin aspavientos encuentro la mayor proeza.

Observar el dolor de los demás me hace pequeña y me llena de amor un puro, sincero y desapegado. Ojalá pudiera mitigar el sufrimiento ajeno. No me molesta pero genera una impotencia tan grande que también duele.

El dolor paraliza por dentro. Perdemos frescura con los años. Somos quizá menos espontáneos pero más auténticos y sinceros. Esa es la recompensa por permanecer enteros y asumir la vida con madurez y sin histrionismos.

Temas

Relaciones, amor, vida. Lo que de verdad importa

Sobre el autor

Periodista por la Universidad Complutense de Madrid, escritora y gestora cultural. Investigadora de las relaciones humanas. Máster en sexología por la Universidad de Alcalá de Henares. Desarrollo trabajos como directora de comunicación


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